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Costa Azul

Por: Ángel Quiroga


Domingo por la mañana, el señor Dread se despierta y recuerda lo que soñó: Estaba varado en el desierto, se soñó sin agua, sin comida, con nada más que el sol y la desdicha rodeándolo; en sus sueños era un simple náufrago del desierto que lloraba lágrimas secas. Se paró de su cama, abrió las cortinas y vio al mundo en frente: un mar azul, en ese día todo era extraño, no había cientos de barcos alejándose, yéndose a lo hondo de ese azul, los barcos eran tripulados por pescadores que a primera hora buscaban la fortuna, buscaban el brillo dorado del sol en las escamas de un pez que luego sería vendido en el mercado de Beirut. Se puso sus pantuflas y su bata, caminó hasta las escaleras; en cada escalón sonaban las pantuflas, era lo único que se oía en el silencio. Se sentó en una esquina de la larga mesa, su sirviente le prendió su pipa y esta exhalaba un hilo ligero, casi invisible que subía hasta el techo. El señor Dread tomó su café y se comió sus tostadas, no comía mucho, simplemente fumó otro rato mientras sonaba “bésame mucho” en su tocadiscos, amaba esa canción y aun sin saber una palabra en español sabía de qué hablaba la canción; él tenía miedo de tener a su amor para perderla después, temía que todo fuera para nada, él sólo quería besarla mucho: su amor venía en camino, pronto estaría en sus brazos. Volvió a subir las escaleras mientras tenía la pipa en la boca, y el suave hilo de humo casi invisible subía con él, abrió la puerta de su cuarto y se metió al baño, se quitó su bata color carmesí y se quitó su pijama azul, entró a la ducha y el agua fría le desvistió la piel: amaba esa agua fría el señor Dread, y amaba esa visión de mar azul que le prestaba la ventana, amaba esa visión de la costa del Mediterráneo que tenía Beirut. Él nació en la Côte d'Azur, Riviera Francesa, cuando tenía 5 años iba a la playa con su mamá y veían los botes de los pescadores del sureste de Francia, él se lanzaba a esa costa azul y no le importaba lo fría que estuviese el agua y nadaba y nadaba y su madre le sonreía, le sonreía aún cuando acababa de quedar viuda, aún cuando su padre había caído en Verdun. Era un coronel y lo único que le había dejado a su esposa e hijo después de morir en la guerra había sido una medalla del ejército francés, un reloj y un apellido. Aún 25 años después Jean Dread era un huérfano que disfrutaba del agua fría en los domingos por la mañana, pero ahora su madre había muerto, el mundo había muerto, Francia había muerto, la Côte d'Azur había muerto, el azul había muerto y solamente se podía vivir en lo inmortal, en donde no crecen las flores, en donde un paraíso es solamente donde crece el sol, en donde un paraíso era un país que toca el mediterráneo, un país llamado Líbano, una ciudad llamada Beirut, eso era lo único vivo, lo único con verdadera vida: el presente; el único paraíso era un ciudad de sol donde se habia convertido en un hombre rico y salvaje, cerró el chorro frío de la ducha y salió con la piel dorada por el sol de la ventana, abrió el closet y sacó una camisa blanca de seda, un pantalón y unos mocasines azules, se vestió delante del espejo, veía su pelo negro, negrísimo, sus ojos cafés, cafesísimos, su piel blanca tostada, tostadísima, y sus labios suaves, sútiles, que había besado a incontables mujeres, que habían besado al amor, a ese que estaba en Niza en esos mismos instantes, tomando un barco rumbo al Cairo para posteriormente llegar a la amada Beirut. Jean Dread estaba vistiéndose en frente de su espejo, esperando a su amor, abrochándose ese pantalón azul y abotonándose esa camisa blanca de seda y metiendo sus pies en los mocasines que caminarían por toda la ciudad, que bajarían escaleras con pasamanos de bronce, que saldrían por esa puerta pesada de ébano que tiene su casa y bajarían por la calle hasta llegar a la costa azul de Arabia, caminaría por la costa y llegaría a ese puerto que todas las mañanas ve y miraría los pescadores que buscan la fortuna en el brillo del oro que tienen las escamas de los peces que nadan en ese Mediterráneo baldío y olvidado, los miraría a los ojos. Ese día fue el único día en mucho tiempo en el que él no había visto pescadores en el mar. Jean miraría a los pescadores a los ojos, quisiera sentir lo mismos que al ver sus ojos cafesísimos en el espejo, pero no lo hacía, cuando veía los ojos del pescador veía a un hombre con mar alrededor y sin agua que beber, veía a un hombre con un mercado alrededor y aún con hambre, en cambio Jean era un hombre con sol y nada más, con la desdicha sobre él, rodeándolo por siempre en la Riviera Francesa y en la condenada Arabia, era imposible encontrar lo mismo en su mirada nizarda que en la mirada de un pescador beirutí, era incompatible. Todos los hombres tienen la misma muerte, las mismas desdichas, pero nunca el mismo destino, la misma vida, el mismo ardor, el mismo dolor, no todos los hombres tienen un desierto en el corazón. Jean se terminó de vestir, comenzó a escribirle a su amada una carta antes de que ella zarpara:


22 de agosto/43

Marie, nuestras dos almas son solo separadas por el mar, son solo separadas por lo divino de nuestros cuerpos. Es precioso que el tiempo de tu lejanía ya se acabe, que ya vengas por nosotros. Beirut es una joya, ya nos imaginé, ya imagino tu boca sobre la mía, mis palabras sobre tu silencio. Todo ha estado muy bien, me buscan los fachistas en Francia y acá tú y yo hemos tenido un paraíso por siempre, Marie, siempre. Mohamed, nuestro sirviente, ya tiene preparado todo como te gusta, ya decoró todo exactamente como lo pediste. Te extraño, no he podido dormir sin ti, todos estos años han sido un tormento y aún recuerdo cuando nada estaba mal, aún recuerdo cuando no tuve que tomar la decisión de irme. Extraño el azul, extraño visitar la tumba de mi madre: aquí solo he sentido desespero, cada día es tormenta y tú para mí eres sol, un sol de vida que traerá luz a la noche que tú y yo sabemos que tenemos en el alma, en los labios, en el corazón, en la mente. Te extraño.

Jean,

Con amor y eternidad.


El señor Dread guardó la pluma, guardó el tintero, dobló la carta y la metió en un sobre y lo selló con cera ardiente, se paró y se miró en el espejo antes de irse, antes de caminar. Luego miró por la ventana, era temprano pero el sol ardía siempre en la condenada Arabia. Extrañó las muy lejanas manchas blancas, blanquísimas que naturalmente estaban en el mar; eran los botes de los hombres. Su pipa desprendía un suave hilo casi invisible que se elevaba al cielo de la habitación. Salió desde su cuarto y despacito puso el pie en esos brillantes escalones de mármol, llegó al primer piso, llamó a Mohamed para que entregara la carta y fuese enviada lo más antes posible, pero no, Mohamed no estaba y él siempre había estado, Jean vió la puerta grande de ébano, estaba abierta de par en par, afuera se escuchaban gritos y todo estaba turbio. Las mujeres gritaban, los hombres lloraban y el señor Dread salió, tenía que mandar la carta. Abrió el garaje y sacó su carro: una muchedumbre venía detrás, gritaban en árabe, venían con una bandera roja que tenía en el medio un fondo blanco y un árbol. Venía una muchedumbre de rabia. Lanzaron piedras al coche, rompieron los vidrios de atrás y el señor Dread sintió el miedo, el desespero, ahora la tormenta no era sí mismo, ahora la tormenta era una turba árabe, era la condenada rabia, era la condenada Arabia en persona dándole un regalo verdadero Líbano, el del pueblo, dándole como regalo una inmensa violencia, Jean veía cómo quemaban a una bandera Francesa: una bandera de libertad, igualdad y fraternidad que soltaba trozos negros de independencia. Entre toda la muchedumbre había solo un francés y ese era un ser desesperado, era Jean. Manejó hasta que se encontró de frente con otra muchedumbre de rabia desatada y gritos árabes, gritos de los pescadores que rompieron los vidrios del carro, que sacaron a Dread del coche, que dejaron una pipa sin dueño consumiéndose sola en el suelo de un coche que estaba siendo destrozado. Botaron a Jean al suelo, lo apalearon, lo dejaron sangrando, rasgaron su camisa y ahora estaba descalzo, lo siguieron golpeando, su rostro era un infierno, las lágrimas eran el reflejo de su miedo, lo pisaron, con la planta de las sandalias tocaron su cuerpo antes bello, ahora lleno del color de la pobredumbre. Jean se quedó en el suelo, estaba casi inconsciente, ya había pasado la turba. Lejos se veía al humo yéndose al cielo, el día susurraba en secreto unas palabras “esto no es una pipa” eso no era una pipa que desprendía un ligero humo, era la candela, era el llanto que hace la revolución al nace, “Ceci n'est pas une pipe”. Jean se paró con su cuerpo destrozado, con su cuerpo lleno de tierra, de sangre y de dolor, miró dentro de su bolsillo y no había carta, no había reloj, no había medalla, solo quedaba su apellido y eso en Beirut es solo humo de pipa, es solo viento, es solo nada. Dread caminó cojo y medio muerto, era mediodía, caminó calle abajo y así como lo había imaginado esa misma mañana mientras se veía hermoso en el espejo de marco plateado que ahora quizás estaba quebrado, que ahora quizás para siempre su reflejo jamás volvería a estar ahí. Bajó por las calles sin mocasines, era un cristo cargando una cruz de muerte por un Jerusalén de sangre, por un Jerusalén sin fariseos, sin legionarios romanos, no habría María alguna que llorase, no tenía madre, no habría María Magdalena, su Marie Madeleine seguía en Francia, ninguna María lloraría a este Jesús. Jean se acercaba cada vez más a la costa azul, pero sus pulmones no servían, nariz y boca solo eran desembocadura de sangre casi negra bajo el sol de la condenada Arabia. ¿Dónde estaba la gente?: Más allá de esas calles grises de arena, ¿Dónde estaba Marie?: No estaba, ¿Dónde estaba la Côte d'Azur?: En una Francia que no era de los franceses, ¿Dónde estaba Jean?: En un Líbano que no era de los libaneses, ¿Dónde está la muerte? ¿Dónde está el fin? Está en Jean cayendo. Jean Dread cayó, cayó boca abajo cubierto de su sangre, con sus huesos rotos, con un corazón vacío, otro muerto más de ese día. Los cuerpos de esa rebelión duraron un día entero bajo el sol, pasaron camiones franceses a recogerlos, el cuerpo del señor Dread fue subido a un camión lleno de árabes que dejaron de respirar por un Líbano para los Libaneses los rifles franceses les quitaron la respiración. El camión salió de la amada Beirut, salió por la carretera hacia otro lugar, eran varios los camiones que pararon en una playa con un letrero que tenía escrito بلو كوست -la costa azul en árabe- una costa más azul que la francesa, un mar divino, un mar en el que un niño sería feliz. Allí los soldados franceses tomaron el cuerpo de Jean Dread, lo tomaron hermoso y hediondo, en la soledad del fin tomaron el cuerpo que ahora estaba dormido, que sabía en sueños que el mar es un desierto en el que él mismo estaría varado, pero sin sed, sin hambre, sin amor, sin dinero, sin nombre, sin Marie: huérfano. El cuerpo bello, triste y muerto fue lanzado al mar, su rostro se fue a donde van los pescadores todas las mañanas. Lunes por la tarde, un chorro de mar frío poseyó a toda su alma, se murió de sed en un mundo de agua, se ahogó ya estando eternamente dormido y dejó de ser hombre. Al final su amor sí llegará a una casa desbaratada, con cortinas ardientes, sin Mohamed, sin camisa de seda, sin pantalón, sin mocasines azules, sin pipa. Lunes por la tarde, el señor Dread se duerme, se queda por siempre mirando el fondo del mar, el fondo de sí mismo, el señor Dread se imagina vivo cuando está durmiendo, cuando sueña.


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