Mi querido, viejo Eduardo
- Legacy Post

- 7 oct 2021
- 2 Min. de lectura
Por: Laura S. Hernández 10°D
Eran las doce y cuarto. Un leve rayo de luz entraba por la amarillenta ventana, mientras que el viejo Eduardo acomodaba por tercera vez las piezas de su ajedrez. Miraba constantemente el reloj de madera que estaba en la pared de la habitación. En este pequeño espacio de no más de 30 metros, todos los residentes del ancianato podían recibir visitas. Algunos se encontraban nuevamente con sus hijos y nietos: los abrazaban, los añoraban, deseaban salir de ese edificio, parecido a un infierno.
Lástima que ya no puedes correr, viejo Eduardo. Si tus flácidas piernas funcionaran como cuando corrías calle abajo por el pan, seguro correrías, volarías hacia un mejor hogar. Lástima que ya no puedes pronunciar bien, viejo Eduardo. Si todavía conservaras tu bella y resplandeciente dentadura, denunciarías todo a la policía. Lástima que ya no tienes dinero, viejo Eduardo. Si lo tuvieras, te dirigirías a la primera estación de autobús, pagarías un tiquete y saldrías del Distrito, de aquella maldita ciudad que trae tantos malos recuerdos a tu memoria.
Le dolían las piernas, los brazos, la espalda. Los pequeños moretones cubrían gran parte de su cuerpo. Su estómago sonaba, las tripas se estremecían de hambre. ¿Por qué? El viejo Eduardo había roto su taza de té: sus temblorosas manos dejaban de funcionar correctamente de forma paulatina. Su castigo: le habían quitado la comida por dos días, maltrato físico y psicológico. No era el único, la comadre Rosa y el compadre Jorge habían sido retirados al sótano.
¿Qué pecado estás pagando, viejo Eduardo? Tal vez el hecho de abandonar a tu familia, tal vez el de perder tu trabajo por el alcoholismo, tal vez el hecho de olvidar quien eres y tus sueños. ¡Ay, mi querido viejo Eduardo! Espero, de todo corazón, que en esta o en la siguiente oportunidad te repares, y sepas qué es lo realmente importante de este hermoso trayecto llamado vida.


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