Paredón
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- 14 ago 2020
- 7 Min. de lectura
Por: Ángel Quiroga
Fermín estaba en la capilla, miraba al altar místico de la virgen, a la cruz trágica y salvadora del nazareno, arrodillado pedía perdón por ser el ángel de la muerte. Fermín era republicano, estaba del lado de la libertad, en el de del pan, del lado obrero, de las escuelas; del lado de la República destructora de las libertades de los fachistas, destructora del pan fachista, destructora del trabajo de los fachistas, destructora de las escuelas de los niños de los fachistas. A él le daba igual vestir este uniforme u otro, le daba igual rendirle tributo a esta bandera o a otra. El fusil con el que le disparaban los “otros” españoles usaba el mismo calibre que usaba su fusil. Él era de la brigada internacional: ingleses, franceses, norteamericanos, alemanes comunistas, escandinavos y a su vez los fachos estaban acompañados por más fachistas alemanes e italianos. Él daba el mensaje final a otros españoles con uniformes diferentes, daba el mensaje a alemanes rubios y pálidos, daba el mensaje a italianos con cara de Julio César, Fermín era el ángel de la muerte, el heraldo que le hablaba a esos prisioneros que ya estaban muertos desde que cogieron un rifle. Fermín, ya estaba muerto la primera vez que cogió un arma y su destino se iba volviendo cada vez más estrecho cada que mataba a los fachistas, a las otras víctimas de la guerra, a los otros victimarios de la guerra, a los “otros” de la guerra.
La XI brigada recibió la orden de ir al río Ebro a frenar la avanzada fascista, era julio de 1938 e iba directo a la muerte o a la vida, directo a la guerra, directo a la batalla, directo a sellar su destino. La noche era negra, nada de estrellas o luna, solo sombra. Fermín estaba con los suyos, trotaba en la noche y sonaba el cri cri de las margaritas, así como en el poema de Lorca, recordó esos versos, los versos proféticos de la muerte del poeta y el soldado que fueron fusilados por los fachos: Cuando se hundieron las formas puras bajo el cri cri de las margaritas, comprendí que me habían asesinado. Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias, abrieron los toneles y los armarios, destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro. Ya no me encontraron. ¿No me encontraron? No. No me encontraron. Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba, y que el mar recordó ¡de pronto! los nombres de todos sus ahogados. El agua resonaba lento con los nombres de los ahogados mientras cruzaban el río por camino de la muerte. Continuaron caminando hasta un pueblo, pararon en el cementerio, al frente había una colina, la debían tomar, la debían tomar con su vida. Tenían que vivir el roce de las balas hasta que conquistaran la cima del monte, 463 metros de distancia al puro monte lleno de fachistas. Fermín estaba aterrado, su respiración se cortaba y su cuerpo desfallecía brutalmente, él solo tenía valor cuando los demás tenían miedo, y él solo tenía miedo cuando los demás tenían valor. Él sabía lo que un hombre es capaz de hacer cuando en vez del pánico y de la respiración cortada, de un cuerpo que desfallece nace un corazón tremendo de fuego que es impenetrable ante las balas. Sus respiraciones se cortaban, pero el aire se mantenía en sus pulmones, su cuerpo desfallecía, pero el plomo que disparaban hacía que se tirara al suelo con las manos cubriendo su cabeza.
El mundo es de los hombres que sobreviven y solo sobreviven los hombres a los que la fortuna bendice, y solo sobreviven los hombres que están más allá del miedo y la agonía triste del tiempo. Un fachista salió detrás de un árbol del monte corriendo para tirarse contra una tumba y cubrirse, Fermín disparó por primera vez, erró el tiro, Fermín disparó por segunda vez, erró el tiro, Fermín disparó por tercera vez, erró el tiro y ahí Fermín vio el rostro de la calavera de Dios, vio sus cuencas vacías y supo que era el cielo y supo que canción era la que cantan los angelitos, el fachista interrumpió el delirio, disparó y Fermín cayó. En sus pupilas dormidas, en sus párpados cerrados todo era negro y el rumor de la guerra era lejano, olía a hierbabuena y a lo lejos se oía el grito de mujeres y niños, de huérfanos y viudas, se oía el flamenco que la guerra le cantaba a la erótica España, se oía una guitarra que aullaba como un lobo con voz de fusil, Fermín despertó, el facho erró, la bala besó el casco y no la piel, y el ángel de la muerte respiró su bendición, respiró en un mundo que aprieta la garganta. Le pusieron una venda en la cabeza, estaba mareado y ya no había fachos, solo se oían unos tiros en lo alto del monte, unos tiros que cesaron rápidamente. Ganaron, ganaron en el monte, vencieron, murieron hombres y Fermín vivió. Vivió el cobarde, el huidizo, el perdido, el hombre sin valor. Tomaron la Colina. Caminó por las ruinas del pueblo, caminó por entre las tumbas del cementerio, tenía su fusil colgado en la espalda, caminó hacia lo alto de la colina, Fermín temblaba, su corazón latía de miedo, sus pies seguían avanzando por el camino definitivo. Ahora la brigada caminaba por una carretera y todos sabían que esa guerra y esa batalla era una muerte larga y lenta, era una agonía suprema del matar y del morir.
Recibían ya la luz del día, se habían atrasado, tenían que recuperar posiciones y relevar a la XV brigada, la XV estaba sufriendo una muerte lenta, no como la XI que había logrado pasar el cementerio sin daños brutales, menos de treinta muertos y menos de 16 heridos sin contar al cobarde. El sol le pegaba a la al sudor y al barro de los uniformes, veían a lo lejos a los soldados de la otra brigada; maltrechos, muertos, heridos, sangrantes, llenos de pánico y valor; la victoria para esos hombres era como una mujer preciosa que decidió besar a otro hombre aún cuando a ella se le prometió amor, aun cuando a ella se le amaba con el aire del pecho, los de la XI iban a recuperar los besos y el amor, los republicanos pensaban que iban a acabar a los fachistas, que iban a demostrar su valor, incluso Fermín lo pensó, el pobre, cobarde y verdugo Fermín. Murieron uno tras otro, fueron heridos, golpeados, no vencieron a los fachos y nazis. Los fachistas tenían tanques, artillería pesada y ordenaban bombardeos con sus aviones alemanes, mientras que los bombarderos tiraban bombas el cobarde de Fermín se guardó en la trinchera y quedó intacto, acabaron con gente de su batallón, a mucha: les disparaban con sus ametralladoras, fusiles, granadas y era un infierno en vida, era una cruel broma del universo ante el hombre. El cobarde de Fermín se decidió por disparar una vez su fusil y una vez le dispararon, sintió como si un tren fantasma lo atrapara en sus rieles y se lo llevara por kilómetros, pero él siguió vivo, sangrando, respirando y se juró a sí mismo que cuando se acabara la maldita guerra no tocaría un arma y que quemaría su uniforme. Quedó acostado en el suelo, lleno de barro y tristeza, abandonado con la lluvia que comenzaba a caer, herido y perdido terminó, los versos de Lorca sonaban en su mente, palpitaban en su corazón con el nombre de los ahogados, Fermín rezaba y la virgen no oía, la virgen dormía en el cielo. Horas, minutos o días habían pasado, los fachistas tomaron las posiciones que antes eran de la República y lo encontraron ahí, con un solo disparo, herido de cobardía. La República le diría a todos que los héroes que habían muerto en la batalla del río eran héroes de la patria y la libertad, él no había muerto, estaba entre cobarde y héroe. Para ser cobarde hay que tener valor, hay que tener valor para quedarse quieto mientras las balas vienen, hay que tener valor para darle la espalda al fuego que muerde el alma: hay héroes cobardes. Se lo llevaron en un camión tras las líneas fascistas, estaba junto a otros hombres que lloraban, que estaban llenos de pánico, que suplicaban perdón; Fermín no lloraba, estaba mudo y herido, tenía los ojos cerrados mientras el camión lo llevaba a su final, eso le recordó a todos esos alemanes, españoles e italianos que aun con los ojos cerrados y vendados lo podían ver a los ojos mientras él les disparaba. La noche no tenía luna y llovía, la tierra bajo sus pies era barro y unos hombres con uniforme gris se bajaron a los héroes de la república, los pusieron enfrente de una zanja, vino un capitán fachista en un carro Mercedes Benz con grandes faroles. A ninguno le pusieron venda, a Fermín todavía le sangraba la herida, pero su único acto de valor fue ver a los ojos al capitán, fue ver a los otros hombres de gris a los ojos, viéndolos se dio cuenta que eran muy parecidos a él, eran hombres iguales a él, más o menos cobardes, con más valor menos, la diferencia es que ellos nunca serían héroes de la república, serían héroes del “Deutsches Reich”, de la “Repubblica socialista d’Italia”, de una “Grande y libre España”. Los faroles le hacían cerrar los ojos, y Fermín sí tuvo valor para su muerte, sin importarle la luz vio al capitán directamente al centro de las pupilas fachistas, llovía y la sangre de su herida caía en el barro, los fusiles les apuntaron, dispararon y Fermín cayó en sincronía con todas las gotas de agua que en ese momento estaban cayendo, y tocó con su rostro de andaluz cobarde el barro sangriento de la muerte mojada por la lluvia, nunca consiguió los besos de la victoria, llevaba en su cabeza una corona de laureles muertos y podridos.
El cobarde murió y solo uno de los hombres de gris que disparó fue a la capilla instalada en el campamento facho, se arrodilló; estaba en la capilla, miraba al altar místico de la virgen, a la cruz trágica y salvadora del nazareno, arrodillado pedía perdón por ser el ángel de la muerte. La lluvia pronunciaba suavemente el nombre de los ahogados.


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