Santiago Alejandro López Suluaga
8°E
“Somos una casualidad llena de intención”. Mario Benedetti, escritor uruguayo.
Marzo llegó a la ciudad de Bogotá con un clima agradable. Los jóvenes se
regocijaban pensando en que cada vez estaba más cerca del estreno la película Harry Potter
y la Orden del Fénix, y la nueva serie La teoría del Big Bang prometía ser un éxito. Y es en
ese contexto, tan solo habiendo pasado diecisiete días de ese mes, cuando Marcela Zuluaga
y Rolando López llegaron a la Clínica Country. Las enfermeras iban de un lugar a otro, con
informes, neonatos y una que otra se dirigía a la cafetería de la clínica, puesto que eran las
dos de la tarde y varias se encontraban hambrientas. Mi padre llegó a donde se hallaba la
recepcionista y le comentó la situación. Mi madre estaba a punto de dar a luz. La
recepcionista pudo denotar en su rostro una extraña mezcla de ansiedad y felicidad. Por un
lado, la posibilidad de que ocurriera un accidente en el parto lo preocupaba, pero el
nacimiento de su primer hijo era algo que lo entusiasmaba de sobremanera. Tenían pensado
llamarlo Santiago Alejandro. Santiago era el nombre elegido por mi madre, un nombre
agradable al oído y que ella pensaba que me sentaría bastante bien. El Alejandro, por su
parte, fue idea de mi padre, quien decidió darme mi segundo nombre en honor al gran
conquistador Alejandro Magno. Mi padre tenía esperanzas de que el niño que vendría sería
tan exitoso y habilidoso como el renombrado conquistador. Rolando se hallaba recordando
al gran Alejandro cuando la enfermera llamó a alguien, y pocos segundos después un
doctor llegó al pasillo donde se encontraban.
—Buenas tardes. Bienvenidos a la Clínica Country ¿Qué necesitan?
La respuesta a esa pregunta era obvia, y sin embargo mi padre decidió responder:
—Buenas tardes, doctor. Creo que mi mujer dará a luz.
El doctor inspeccionó a mi madre con rapidez, mientras ella sufría espasmos y
contracciones.
—Creo que vamos a requerir una cesárea.
—¿Cesárea? —inquirió mi padre.
—Así es.
—Muy bien. Pero hagámoslo ahora, doc. No sé cuánto más resistirá mi mujer.
—Entonces apresurémonos.
Todos se dirigieron a la sala de parto tras llenar unas cosas en la recepción. El
doctor posicionó a mi madre sobre una camilla, mientras mi padre agarraba su mano
derecha con firmeza. Y justo cuando la operación iniciaba una noticia apareció en el
televisor que había en el pasillo junto a la entrada. Se trataba sobre una reunión de la
Sociedad Interamericana de Prensa en Cartagena, y en ella se discutieron temas variados.
Pero sólo uno tuvo tal importancia que salió en varios medios de noticias: en la reunión se
reveló que, además de persistir una amenaza contra la libertad de prensa en el continente,
esta amenaza se acrecentó este año, con un incremento del crimen, la corrupción y el
silenciamiento de periodistas. Todos los presentes en la reunión sabían esto, y muchos
temían que esta situación empeorara. Incluso, uno de los periodistas llegó afirmar que aquel
que naciera en Latinoamérica en estos tiempos de turbulencia se vería directamente
afectado por el problema con la libertad de prensa. Y entonces, nací yo. El hijo de un
periodista. Alguien qué, a futuro, sería un ávido lector en busca de cada vez más
información. Y no había duda de que esto me afectaría en el futuro.
Y es así como nace un niño con sangre de periodista, al mismo tiempo que se
declara que cada vez se derrama más sangre de periodistas. Sin duda, una analogía irónica,
que representa que mientras unos nacen, otros caen, tal como Alejandro Magno
ascendiendo al poder con la caída del imperio persa. Una prueba más de lo poética que es la
vida.