LA INDESTRUCTIBLE SOLEDAD DEL SER
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- 24 sept 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 24 sept 2020
Por: Alba Cabra
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Homenaje a Augusto Monterroso
El primer lunes de diciembre, el dinosaurio había acabado con la ciudad, la había aplastado con su fuerza, con su poder innato. La ciudad apenas se asomaba como si hubiera renunciado, la gloria se desvanecía como el humo y el furor. Sin querer, el dinosaurio había hecho daño, simplemente era su naturaleza, era su proceder animal. Ya tenía un ojo lastimado de su lucha incansable, lleno de sangre y sudor, rugía entre retazos de ciudad, no soportaba ni a un solo ser vivo.
Mientras tanto ella crecía como flor en pantano, bella en medio del estupor y el miedo. Ella de conciencia exquisita, de sonrisa implacable, labios luminosos con sabor a albericoque[CDLCBSARC1] y olor intacto, estaba invadida por la impaciencia y el terror. Ella de mirada oscura e imponente, permanecía desvanecida y sus ojos ahora tan solo mostraban la vulnerabilidad de su ser. Él, solo, olvidaba por momentos su soledad, olvidaba quien era, tan solo quedaban evocaciones de lo que un día fue y de la decadencia total. Él ya se había resignado, había dejado los sueños para después, las ilusiones para luego y vivía por vivir, por instinto, en el pequeño ático, la soledad golpeaba con fuerza su refugio fortuito. Ella de sombra ágil y pensamiento audaz intentaba construir un refugio fuera, con los pedazos de ciudad, intentaba reconstruirse, sin olvidar las duras pisadas del dinosaurio, sin olvidar los golpes de lo perdido. Ella intentaba reencontrarse, empezar de nuevo. Él solo se limitaba a respirar y mirar. El dinosaurio con sus rugidos había roto todo, y, con cada rugido palpitaba su corazón, con cada silencio aumentaba la preocupación del sentirse solo y sin salida. Y en ese preciso momento comprendió una irónica verdad, que para morir solo basta estar vivo. Ella solo intentaba colorear su vida, encontrarse con los vestigios de lo que había sido, quería olvidar la insoportable levedad del ser.
Desde el ático la vio por primera vez, ella no había perdido el encanto. La siguió a lo lejos por días, con su mirada dulce y silencio insoportable. Ella lo presentía, lo intuía, lo sospechaba. Ya no se sentía sola y el miedo infinito de ser, se fue. La sonrisa fortuita de una buena jugada, los pensamientos absortos de la vil realidad, la mirada penetrante de aquel natural suceso, la llevo a pensar en la música presente, y su alma estaba llena, sentía alegría de empezar cada mañana y tristeza en el atardecer. Tan solo las miradas despertaban en ella alegría infinita, ganas inmensas de vivir en esa ciudad inhóspita y muerta.
Él nunca pensó que el destino le jugaría una mala pasada, ni que el amor llegara a su puerta. Su mirada lo ahogaba en sus pensamientos, le oscurecían su conciencia y no le permitían vivir en paz, absorto de la cruel realidad por instantes, era feliz por pequeños momentos, pasajeros todos, de vanas ilusiones e inalcanzables emociones. Asombrado por lo terriblemente ocurrido en la ciudad, anonadado por la sutil destrucción, decidió acercarse a la mañana siguiente, decidió ir por ella, correr a su lado, y decirle al oído cuanto la amaba. Sumergido a la vez por la profunda tristeza y el miedo insoportable de perderla. Pensativo por tantos recuerdos olvidados, agobiado por el miedo de no poder sentir de nuevo en la distancia el fresco olor se su cabello, o el susurrar de su voz. Se fue a dormir al pasmado ático y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.



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