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Memorias de la tierra de las serpientes

Por: Miguel Á. Sánchez Novoa

Bastante se ha escrito ya sobre diversos encuentros e historias de la famosa Regina Kraus, mas es el momento preciso para contar mi experiencia con dicha señora, mi nombre es Juan Domingo Sevilla Pérez, soy autóctono del municipio de Guapí, en el Cauca, y en los años cincuenta fui hijo del jornalero más famoso de esta región, don, pues era todo un caballero, Regino Plácido Sevilla; en aquellos tiempos ningún trabajador de campo tenía la fortuna de poseer el mayor regalo que en la mente habita, el poder de la palabra y de comprender los extraños garabatos que son conocidos como las letras, excepto, por supuesto, por mi amado padre, quien en muchas ocasiones intentó buscar la manera de formar a sus colegas campesinos en el extenso arte de comprender el mundo de forma escrita, siempre infructíferos, pero esa es otra historia.

De todos modos, corría el año mil novecientos sesenta y pico cuando mi padre, pionero en el aprendizaje obrero del municipio de Guapí, falleció por una neumonía producto de haberse quedado a trabajar hasta tarde, yo no lo pude ver en aquel fatídico día más dicen sus compañeros que él demandó que nadie fuese a llorar, pues el agua que surgía de sus ojos podía regar los campos a los que estaban condenados y seguir engrosando sus cadenas, producto de esto fui enviado a una enorme casa solariega de tres pisos e incontables alcobas, con una puerta de adobe importado que producía el sonido más profundo y desagradable que cualquier alma humana pudiese escuchar, la casa de la hoy por hoy difunta dama Regina Kraus, quien, si bien poseía tierras lo suficientemente fértiles como para haber sido la dueña del cultivo más próspero de papachina de la región, no cultivaba, ni mandaba cultivar, se dedicaba a observar desde su balcón como la maleza se apoderaba de tales tierras bendecidas pero sin utilizar.

La rutina en la casa de la señora Kraus era simple, me levantaba, pues era el único trabajador de la propiedad, le servía su té a la alemana como le gustaba llamarlo, y me sentaba junto a ella a mirar el paisaje de la creciente maleza y los árboles salvajes que cada día amenazaban con cerrar, cada vez más, nuestro panorama de visibilidad, la mujer, cuyo pelo grisáceo olía cada mañana a la flor conocida como peonía, pronto notó mi versatilidad en las artes de la lengua y cada día me enseñaba un nuevo concepto de su natal Alemania, siendo uno de los más impresionantes para mi joven alma el Waldeinsamkeit, sentimiento que se traduciría como aquel de estar solo, rodeado de la naturaleza, en medio del más profundo y frío bosque.

La tranquila rutina que vivíamos la señora Regina y yo se vio interrumpida abruptamente en el año mil novecientos setenta y pico por una cuadrilla militar proveniente de Cali, enviada en secreto por el presidente mismo de los Estados Unidos de América, con el fin de asegurar la captura de la señora Regina Matilde Kraus, accionista y financiadora de gran parte de los campos de concentración de la Alemania de los años treinta y cuarenta, al notar que yo era el único habitante de la propiedad con ella, fui transportado de igual manera a una prisión, que podía encontrarse a treinta kilómetros del municipio de Guapí en barco, la famosa prisión de la isla Gorgona, que como su nombre indica era una cabeza llena de serpientes, con el cuerpo sumergido en las profundidades del mar.

La señora Kraus y yo estuvimos en la misma celda durante cinco largos años, en los cuales desarrollamos una relación de amor, a día de hoy ya entiendo lo que significó su pasado, la forma en la que afectaba el presente y en lo que dolía para el futuro, aún así no había razón alguna en el momento para que yo supiese lo que esto significaba, Regina Matilde Kraus fue, ante mis ojos, la estrella más brillante e incansable del firmamento, por lo cual, en el año mil novecientos ochenta y pico decidimos volarnos, bueno, lo decidí yo, Regina estaba siendo consumida por una enfermedad que hacía que se ahogase cada día más.

Nuestra fuga fue planeada de una forma magistral por un hombre que no sabía que tenía en mi mente, que llamó el hombre de las serpientes, el cual, aprovechando la tremenda cantidad de reptiles que rondaban dentro y fuera de las instalaciones, las fue coleccionando en una pequeña caja que había debajo de su litera, de tal forma que una noche septembrina, como Bolívar y Sáenz, estos dos nuevos próceres soltaron a las serpientes que con tanto laborioso esfuerzo habían capturado y las soltaron por el suelo de la fría cárcel, logrando así que el carcelero de nuestra zona fuese atacado por ellas y nosotros lográsemos escapar en medio del caos, la adrenalina de correr por aquellos fríos pasillos se veía opacada por la toz que mi Manuelita apresaba en el momento, la mujer se ahogaba en su propia respiración y tomé la resolución de no dejarla morir en aquel lugar, al salir del recinto corrimos entre los manglares y encontramos una pequeña cueva, que por no ser parte de la cárcel fue símbolo de libertad para ambos, y nos refugiamos allí hasta el amanecer.

Regina Matilde Kraus fue mordida esa fatídica noche por la llamada “Taya Equis”, y mientras sus ojos se escondían en lo más profundo de aquel rostro surcado por arrugas de oscuridad y enfermedades que fueron el costo de su pecaminosa vida, profirió las siguientes palabras, como un juez profiere su sentencia; “Mein liebling Domingo, la vida ha de demostrarme en el aquí y el ahora que los más malvados pagan su sentencia a medias, prometedme, si bien no merezco ser fiadora de vuestra promesa, que vivirás por todas las vidas que tan rápido tomé”, y tras inhalar el espeso y húmedo aire de Gorgona, expiró con sus ojos cristalinos abiertos ante el sereno nocturno de la selva.

Tres años divagué por la espesa selva de la isla de Gorgona, alimentándome de lo que podía y con la ayuda de unas espesas botas montañeras que confeccioné para no sufrir el mismo destino de mi amada, en el año mil novecientos ochenta y cuatro, el único que sé nombrar con certeza, la prisión de la isla de gorgona fue cerrada por el entonces presidente Belisario Betancur y en el último barco que partió de la isla se coló como polizón Juan Domingo Sevilla Pérez, el único inocente de la isla de las serpientes.

Desde entonces he vuelto a la isla Gorgona en tres ocasiones, en la primera, a finales de los noventa, para indicar la locación de la tumba de Regina Kraus a las autoridades a cambio de un indulto, en la segunda, para escribir la historia que ahora usted lee, y la tercera y última para reposar mi cabeza en la de la Gorgona y así reposar como un hombre tranquilo, que por no saberlo albergó la crueldad de una guerra en su corazón en forma de amor, y cuyo poder de las letras os deja leer esta historia.


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